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05 mayo, 2012

Arica y Parinacota

La Región de Arica y Parinacota es una región de Chile situada en el extremo septentrional del país. Limita al norte con la República del Perú, al sur con la Región de Tarapacá, al este con la República de Bolivia y al oeste con el océano Pacífico.
Cuenta con una superficie de 16,8 mil km² y una población estimada al año 2006 de 189,6 mil habitantes. La región está compuesta por las provincias de Arica y Parinacota, siendo la capital regional la ciudad de Arica. La Región de Arica y Parinacota surgió tras ser segregada de la antigua Región de Tarapacá cuando entró en vigor la Ley Nº20.175, el 8 de octubre de 2007.

Arica (1540-1929)

El eje del comercio andino

La ciudad de Arica está emplazada entre las desembocaduras de los ríos Lluta y Azapa, en un territorio que, por la calidad de sus suelos y la disponibilidad de agua, contrasta con la aridez predominante en el paisaje, constituyendo un ambiente propicio para el asentamiento humano. Debido a estas condiciones, las etnias locales asentadas en este territorio mostraban a la llegada de los españoles, hacia 1540, un elevado nivel de desarrollo cultural.

Durante el período colonial, Arica adquirió una importante función articuladora en el circuito de circulación de la plata, a partir del cual se organizaba la economía del Virreinato del Perú y de todo el monopolio comercial hispano en América. Para resguardar los derechos de la corona sobre la producción de metales (quinto real), la plata en bruto que se extraía en las minas de Potosí era trasladada en caravanas de mulas hasta las Cajas Reales de Arica, donde era refinada, acuñada y gravada, para luego ser embarcada hacia El Callao y atender las necesidades financieras de la administración colonial. La ruta seguía a Panamá, atravesaba el istmo y continuaba hacia La Habana, desde donde se dirigía a los puertos españoles de Sevilla y Cádiz.

Este flujo generó una intensa actividad en torno al puerto de Arica, el que además sostenía vínculos comerciales con regiones tan distantes como Arequipa, La Paz, Cochabamba e incluso Chile. La prosperidad se prolongó hasta la década de 1770, cuando la creación del Virreinato de la Plata desvió la ruta del mineral hacia el Océano Atlántico a través de Buenos Aires. Aunque seriamente lesionada en su base económica, la ciudad logró conservar parte de su actividad gracias a que continuó atendiendo la demanda por servicios portuarios de provincias vecinas, especialmente aquella originada en las emergentes industrias del guano y el salitre.

Luego de la emancipación de España, Arica pasó a formar parte del estado peruano, aunque sin las atribuciones administrativas que había ostentado en el pasado, pues por su lealtad a la causa realista durante las guerras de independencia, la ciudad debió ceder a Tacna la calidad de capital del Departamento de Arica. En relación con el comercio, Perú privilegió sus exportaciones por El Callao; Bolivia decidió desarrollar un puerto propio en Cobija; y al sur, Iquique le arrebató el mercado minero. La declinación ariqueña alcanzó su nivel más bajo en 1868, cuando un terremoto, seguido de un tsunami, destruyó parte importante de sus construcciones e inutilizó las instalaciones portuarias.

Durante la Guerra del Pacífico, Arica fue ocupada por el ejército chileno y se integró definitivamente al territorio nacional luego del tratado de 1929, mediante el cual las cancillerías de Lima y Santiago fijaron los límites entre ambas naciones. La administración chilena permitió a la ciudad recuperar algunas vinculaciones comerciales perdidas, ya que la entrada en servicio del Ferrocarril Arica-La Paz en 1914 -como parte de los acuerdos de 1904 entre Chile y Bolivia- le devolvieron el acceso al traslado del comercio exterior del país altiplánico. El advenimiento de la soberanía chilena abrió una nueva etapa en la historia de la ciudad, a partir de la introducción de políticas especiales para su desarrollo económico.

Qhapaq Ñan
Entre los siglos XIV y XVI el Qhapaq Ñan fue el principal camino del Imperio Inca. Con sus cuatro mil kilómetros desde Colombia hasta el sur de Chile, esta calzada andina puso en contacto a más de diez millones de habitantes del occidente de Sudamérica. Para lograr tan vasta integración, los Incas institucionalizaron una economía basada en la complementariedad entre distintos pisos ecológicos y la redistribución de recursos distantes, necesidades que el Qhapaq Ñan satisfacía conectando las cuatro partes del Imperio: Contisuyo al oeste, Chinchasuyo al norte, Antisuyo al este y Collasuyo al sur.

Con anchos que oscilaban entre uno y cuatro metros, el Camino Principal Andino difería enormemente en escala, técnicas constructivas y apariencia. Para construir el Qhapaq Ñan los planificadores cuzqueños reclamaron derechos exclusivos sobre numerosas rutas tradicionales por las que pasaba el Camino, incluyendo aquellas huellas que se habían trazado muchos siglos antes. Sin embargo, su visión inigualable quedó demostrada en los caminos nuevos donde no había existido ninguno antes, ni población local para mantenerlos en servicio. De hecho, sólo en el Collasuyo Inca los arqueólogos han registrado diversos tramos del camino y cerca de 400 sitios incaicos donde se intensificó la minería, la agricultura, la ganadería y la producción artesanal.

Al borde del camino, los Incas construyeron fortalezas, guarniciones para las tropas y pueblos con trazados similares a la ciudad de Cuzco. Esto, junto con el traslado de localidades y el asentamiento de mitimaes o poblaciones erradicadas de otras regiones en sectores vacíos, modificó la estructura demográfica y étnica de los diversos territorios ocupados. Gracias a los estudios se ha podido comprobar que la sección meridional del Tawantinsuyo incorporó numerosas poblaciones que habitaban en los fértiles valles del oriente boliviano y argentino, en los valles transversales de Chile, así como de territorios del altiplano y sierras con enormes riquezas minerales. Las primeras eran zonas de producción agrícola en territorios donde la ocupación fue negociada con grupos locales, en tanto las segundas, ubicadas hacia occidente y sobre 3.000 metros de altura, implicaron la ocupación de zonas ganaderas menos pobladas, donde el clima era bastante riguroso.

En los núcleos prehispánicos del Norte Grande de Chile no sólo existió una importante ocupación del Imperio Incaico, la cual promovió una fuerte articulación vial con otras provincias, sino que también existió una estrecha relación entre las autoridades locales y la política cuzqueña.

Proveniente desde Tacna, el Qhapaq Ñan cruzaba longitudinalmente la precordillera de Arica en dirección a Tarapacá y Atacama, siendo atravesado por numerosos ramales transversales o caminos secundarios que permitían la conexión de las tierras altas con la costa. En su trayecto, la red vial vinculó un conjunto importante de aldeas agrícolas, pucaras e instalaciones de acopio y refugio en sus inmediaciones.

El “camino de la sierra” que pasaba por Bolivia y el noroeste de Argentina era más largo, transitado y con instalaciones de mayor envergadura que el “camino de la costa” que pasaba por los valles de Arica, Tarapacá y las tierras altas del desierto de Atacama. En ambos ejes los proyectos viales incorporaron una gama de asentamientos distanciados cada seis o nueve kilómetros, diseñados para conectar pequeños paraderos o chaskiwasi y postas de enlace llamadas tambos, conformando una red que alcanzaba más de 20.000 kilómetros en todo el Imperio Inca. Entre estos puntos de enlace y aprovisionamiento los Incas fundaron instalaciones de mayor tamaño o intervinieron poblados locales importantes. Tales centros o llactas se ubicaban sobre o aledañas al Qhapaq Ñan, y poseían una organización espacial característica destinada a la realización de actividades redistributivas a gran escala. En las provincias incaicas, dichas instalaciones constituían enclaves administrativos y ceremoniales dotados de plazas públicas o aukaipatas, kanchas, kallancas y ushnos, así como sectores de collcas destinados al almacenaje de bienes, herramientas, armas y alimentos.

Al igual que en el Tawantinsuyo, la magnitud del Camino Principal Andino constituye hasta el día de hoy un monumento arqueológico integrador de territorios, tradiciones y personas de distintos países.

Tradiciones y huacas milenarias
La cultura andina refleja el sincretismo de las antiguas concepciones prehispánicas y las prácticas religiosas católicas y evangélicas de nuestros días. Antes del siglo XVI en el Nuevo Mundo no existía el monoteísmo, la idea de un Dios único ni tampoco una palabra que lo expresara. Por el contrario, los primeros cronistas notaron como las poblaciones andinas utilizaban el vocablo quechua huaca para designar múltiples manifestaciones de lo sagrado. Huaca era empleado confusamente para los oídos hispanos, a elementos vivos de la naturaleza, diversos hitos geográficos, momias y lugares de origen mítico de los pueblos o pacarinas.

Disciplinas ocupadas en el estudio de la religión andina como la historia y la antropología, han identificado a un importante grupo de deidades con atributos y personalidades propias, pertenecientes a las diversas comunidades y territorios prehispánicos y coloniales.

A lo largo y ancho del territorio andino se hallaban divinidades mayores acompañadas de una vasta pléyade de antiguas huacas subalternas. Las diferencias entre las huacas dependían de la importancia otorgada por cada comunidad o ayllu. En las fiestas y carnavales multitudinarios cada agrupación de ayllus celebraba a una huaca en particular a través de sus atuendos, danza, ofrecimientos, sacrificios y parafernalia.

Una de las deidades regionales más importantes durante la época preincaica fue Tunupa, quien articulaba poblaciones radicadas en zonas tan distintas como el altiplano circum Titicaca, el lago Poopó, los valles ubicados al occidente de los Andes y la costa Pacífico.

Al interior de las comunidades el culto a los malquis o cuerpos de los antepasados ocupaba un lugar prominente en los ritos de cada unidad familiar. A los cuerpos momificados se les ofrecía una celebración específica que tomaba lugar en sepulcros abiertos y chullpas o mausoleos funerarios que hoy se encuentran abandonados en numerosas regiones serranas y altiplánicas de Perú, Bolivia, Argentina y Chile.

Durante el siglo XV, Pachacuti Inca Yupanqui realizó una de las más cruciales reformas religiosas en los Andes. Según el relato de Sarmiento de Gamboa el soberano, luego de reconstruir el Cori Kancha en Cuzco y dotarlo de objetos y adornos, ordenó que el Sol ocupara el sitio principal con Viracocha a su diestra, e Illapa a su izquierda. Esta última huaca representaba además al doble del Inca o huauque que quiere decir hermano en quechua. De esta manera, el Sol dejó de ser un objeto de culto exclusivo del grupo Inca y pasó a regir oficialmente la religión en el Tawantinsuyo. Se le consideró padre de los linajes reales y cada nuevo soberano esperaba la confirmación solar de su nombramiento.

Durante ese mismo período, se reconocía en la costa Pacífico y centro de Perú a Pachacamac como el dios más importante de la región.

Con el arribo español en el siglo XVI, todas las poblaciones andinas vivieron una profunda transformación religiosa debido a la conquista, la evangelización y extirpación de idolatrías. Este proceso intensificó la yuxtaposición y secretismo cultural dando origen a nuevas formas de culto y comprensión del mundo sobrenatural en los Andes.

Quiero dilucidar si esta expresión tiene
relación con experiencias cotidianas o si es sólo
representación de la fantasía de los autores
.
Óscar Hahn


“Como muchas cosas de la vida, parece que la poesía también funciona por ritmos cíclicos. Después de la idea tradicional de lo poético, correspondía lo antipoético. La antipoesía y el llamado prosaísmo ya cumplieron –y bien- su papel histórico. Lo que corresponde ahora quizás sea una síntesis de lo poético y de lo antipoético. Después habrá un retorno a lo ’poético’, pero en espiral y después tal vez venga otro tipo de antipoesía a un nivel distinto, y así en adelante”. Óscar Hahn poeta, crítico y ensayista chileno, integrante de la Generación Literaria de 1960, también conocida como generación dispersa o “veteranos de 1970”, consiguió, en 1972, el grado de Master of Arts en la Universidad de Iowa; volvió al país para ejercer como profesor de Literatura en la Universidad de Chile sede Arica hasta el golpe de Estado de 1973. Un año después partió al exilio y se radicó en Estados Unidos.

Su primer reconocimiento como poeta lo obtuvo en 1959, con el Premio Poesía de la Federación de Estudiantes de Chile. El año 1961 ganó el Premio Alerce de la Sociedad de Escritores de Chile por su primer libro de poemas Esta rosa negra. Su siguiente publicación fue Agua final en 1967, con la que obtuvo el Premio Único del Primer Certamen Zonal de Poesía Nortina de la Universidad de Chile, ex-sede Antofagasta. Su trayectoria poética continuó con Arte de morir (1977), Mal de amor (1981), Imágenes nucleares (1983), Flor de enamorados (1987), Estrellas fijas en un cielo blanco (1989), Tratados de sortilegios, que reúne toda la obra poética anterior (1992), Versos robados, Antología virtual (1996) y Antología retroactiva (1999).

La crítica especializada ha reconocido en la poesía de Óscar Hahn una calidad y originalidad indiscutibles en el contexto poético hispanoamericano, ejemplo de ello es el volumen Asedios a Oscar Hahn, editado por Pedro Lastra y Enrique Lihn, con motivo de los cincuenta años del poeta. Entre otros elementos, los especialistas destacan el uso que el poeta hace de materiales intertextuales, como crónicas periodísticas, hechos históricos, y el diálogo permanente con autores y obras de la literatura universal. Oscar Galindo en su artículo “La poesía de Óscar Hahn: ‘los símbolos despavoridos’” señala: “Por sus poemas transitan los clásicos españoles… El registro literario y culterano de su poesía entra en relación con registros verbales de (digámoslo con una frase periodística) ‘rabiosa actualidad’, pues Hahn ha sabido incorporar, no pocas veces el lenguaje callejero del español de Chile… Lo específico de este sistema intertextual es que no se inclina por la parodia, tan usual en los poetas contemporáneos, sino por la ‘imitación diferencial’…”.

Actualmente es profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Iowa y continúa su proceso de producción poética junto con la publicación de ensayos críticos como Vicente Huidobro o el atentado celeste (1998) y las antologías El cuento fantástico hispanoamericano en el siglo XIX (1978) y Fundadores del cuento fantástico hispanoamericano (1999), además de numerosos prólogos y artículos breves para revistas especializadas.

La Guerra Civil de 1891

El ocaso del régimen presidencialista
Durante el gobierno del Presidente José Manuel Balmaceda, en 1890, y en medio de fuertes tensiones políticas que enfrentaron al ejecutivo con el parlamento, el Congreso Nacional se negó a aprobar las leyes periódicas que fijaban las fuerzas de mar y tierra así como la Ley de Presupuesto de gastos públicos.

El Presidente reaccionó declarando, en una Proclama pública del 7 de enero de 1891 que, dada la situación de ingobernabilidad producida, se renovaban las mismas leyes sobre esa materia dictadas el año anterior. Los partidos de la oposición respondieron con el Manifiesto de los Representantes del Congreso a bordo de la Escuadra, desconociendo las facultades del poder ejecutivo. Balmaceda, el 11 de febrero de 1891, ordena la inmediata clausura del Congreso Nacional. Comenzaba así una guerra civil, que duraría seis meses y costaría la vida a más de 4.000 chilenos, en una población de algo más de dos millones y medio de habitantes.

Los congresistas contaron con el completo apoyo de la Marina, a cargo del Capitán de Navío Jorge Montt, también se le sumaron algunos oficiales del Ejército como Estanislao del Canto. Por su parte, el Ejército regular, con sus cuatro divisiones de Coquimbo, Valparaíso, Santiago y Concepción, se mantuvo leal al Presidente Balmaceda. La contienda se dio por mar y tierra. Durante los primeros meses el escenario de la guerra fue el Norte de Chile donde los congresistas contaban con amplio apoyo. Allí se libraron las batallas de Zapiga, Dolores, Huara, Iquique, Pozo Almonte, Caldera y Calderilla. En agosto, hacia el final de la contienda, las batallas se trasladaron a la zona central. La ciudad de Santiago tampoco se libró de vivir terribles y violentos acontecimientos. El predio de Carlos Walker Martínez -actualmente la comuna de La Florida- fue escenario de la sangrienta muerte de 84 jóvenes antibalmacedistas, conocida como la Masacre de Lo Cañas.

La guerra en Chile concitó gran atención en el resto del mundo, convirtiéndose en un foco de atención para la prensa internacional. Los Estados Unidos apoyaban abiertamente a Balmaceda, mientras Gran Bretaña, no ocultaba sus preferencias por el partido de los revolucionarios.

Luego de las batallas de Concón y Placilla, fue evidente el triunfo de las fuerzas congresistas. El Presidente Balmaceda reconoció su derrota y dimitió de su cargo el 29 de agosto de 1891, entregando el mando del país al general Manuel Baquedano. Ese mismo día se dio comienzo a un violento saqueo a las residencias de destacados balmacedistas, en la ciudad de Santiago y otras ciudades.

El conflicto de 1891 fue un acontecimiento que involucró a todo el tejido social, generando consecuencias de orden político, económico, social y cultural. Diversos autores han entregado sus interpretaciones acerca de esta guerra. Algunos han visto en la personalidad autoritaria de Balmaceda, el origen de todo el conflicto; otros lo describen como una división interna de la clase gobernante; y otros, más allá de estas causas políticas o psicológicas, han buscado explicar este conflicto a partir de la pugna de intereses económicos entre una elite más tradicional, acostumbrada a detentar el poder total; y una nueva oligarquía emergente, más moderna, que junto con Balmaceda buscaba sentar las bases de un Estado moderno.

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