Podríamos decir que el rol que han jugado las mujeres en la música popular chilena, al igual que en la de tradición escrita y oral, va más allá de una moda o una noticia puntual. Las mujeres han tenido un rol destacado, si bien éste no ha sido siempre considerado en su justa medida. La bibliografía sobre la música chilena tiene una deuda con las compositoras e intérpretes mujeres, quienes han realizado aportes fundamentales a lo largo de nuestra historia. Su protagonismo sostenido en el tiempo es una prueba de ello.
Se podría decir que en la música chilena de tradición escrita, oral y popular, el rol de las mujeres no ha sido considerado en su justa medida dentro de nuestra cultura académica, en sus diversas instituciones y publicaciones. La bibliografía en general ha privilegiado notoriamente el reconocimiento público del trabajo masculino, incluyendo de vez en cuando el de algunas mujeres dentro del corpus de investigaciones, sin siquiera mencionar una palabra acerca del género como tema de discusión dentro del oficio artístico[2].
La investigación sobre artes y género en Chile presenta la gran dualidad que surge al enfrentar la deuda histórica de falta de bibliografía, y al mismo tiempo, la necesidad de plantear la discusión acerca del feminismo como parte integral del pensamiento contemporáneo. En los países anglosajones la mirada desde el género en la música fue la que instauraron en los comienzos las historias de las mujeres, ya sea en la música de tradición escrita, folclore y música popular, transformadas tempranamente en estudios críticos en los años ochenta y noventa, de la mano de la musicología de género y feminista. En los 2000, trabajos de gran valor como el realizado por la española Pilar Ramosson de gran ayuda para incentivar este enfoque en países de habla hispana.
En Chile, hoy es una tarea compleja enfrentar el vacío total de literatura acerca de la música y el género. Es por eso que el solo hecho de elaborar investigaciones acerca de músicas de mujeres es un aporte a la cultura nacional, entendiendo que el rol femenino siempre es protagónico, pero muchas veces silenciado, aunque no silencioso, y entendiendo que la discusión de género acerca de la música pone al trasluz una serie de conceptos poco discutidos respecto de la naturaleza y posibilidades de la música en las sociedades. En resumidas cuentas, la generación de información respecto de las artes y las mujeres con una mirada crítica actual es un bien inmaterial precioso en nuestra sociedad, que colabora directamente a la creación de una perspectiva autorreflexiva sobre la cultura chilena que se permita a sí misma deconstruir la mirada masculinizada sobre la creación artística.
Hoy en día se entiende, desde las corrientes feministas renovadas, que no se puede escribir una historia desde la perspectiva de un género sin considerar sus interacciones y dependencias con los otros géneros. Esta mirada interrelacional, impulsada por investigadoras desde los años noventa, como la norteamericana Joan Scott, ha permitido hacer visibles las relaciones de poder existentes en la sociedad y la normativa valórica que ésta impone en términos del género. Por lo mismo, Julieta Kirkwood señala, cuando se habla de combatir el patriarcado, que “no se trataría de la sola existencia de resabios patriarcales en sectores o personas muy ‘machistas’ o atrasadas, sino que la idea y la praxis del dominio patriarcal está en la raíz constitutiva de nuestra civilización humana” (Kirkwood 1987: 50). Una mirada desde la diferenciación de géneros establecerá nuevos tipos de feminidad en la sociedad de la información, así como de masculinidad.
A continuación se podrá ver cómo las mujeres chilenas han sido protagonistas indiscutibles de la actividad y la creación musical de este país, en las diversas épocas y tradiciones musicales.
En la música escrita chilena, la presencia de las mujeres es desconocida y anónima, tanto por la comunidad como por algunos sectores en el ámbito académico. Es así como al hablar sobre Isidora Zegers (1803-1869) -mujer crucial para la institucionalidad musical chilena-, o sobre las compositoras Carmela Mackenna (1879-1962), María Luisa Sepúlveda (1898-1958), Ema Ortiz (1891-1975) y Marta Canales (1895-1986), como una primera generación, Lucila Césped (1902-1983) e Ida Vivado (1913-1989), una segunda, Estela Cabezas (1921), Leni Alexander (1924-2005), Sylvia Soublette (1923) e Iris Sangüesa (1933), en otra, Cecilia Cordero (1945), solitariamente, Francesca Ancarola (1971), Eleonora Coloma (1971), Diana Pey, Paola Lazo (1969), Carmen Aguilera (1969), Pina Harding, Gloria López, Carolina Holzapfel, el creciente número de egresadas de las carreras de composición, a quienes se suma una copiosa lista de compositoras de música popular, como Lidia Urrutia (1913), Lily y Mercedes Pérez Freire, Scottie Scott (1942), Laura Fuentes (1964), Catalina Claro (1968), Daniela Conejera (1979), y compositoras de electroacústica como Karla Schüller (1983), entre muchas otras que puedan haber sido torpemente omitidas,deja un gran silencio en la comunidad. Ellas pasan a ser un tema nuevo incluso para la musicología, de donde destaca el comprometido trabajo realizado acerca de las compositoras del siglo XX por la musicóloga Raquel Bustos[3]. Sin embargo, respecto de la cantidad de publicaciones reiterativas acerca del trabajo de sus colegas hombres, la ausencia de una mirada de género ha puesto en evidencia una realidad: el número de compositoras conocidas públicamente es notoriamente menor al de los hombres, y este hecho se ha reflejado en la inexistencia de la discusión sobre el tema de las mujeres como sujetos activos en la creación musical, lo cual deja de lado su condición de musas inspiradoras, pasando así inadvertidas las implicancias de este intercambio de roles. Las razones de silenciar la creación femenina tienen sus raíces en estados del pensamiento antiguos, y algunos puntos de vista tangenciales buscarán poner al lector en contexto. Realizar una mirada crítica sobre la academia y las relaciones de poder respecto del género vigentes en ella parece ser un tema tabú aún en estos días, donde la institucionalidad educacional en general se ve forzada a mantener los cánones de diferenciación y segregación sexuales.
Dentro de la historia del Chile independiente, la presencia de las mujeres en la música ha tenido un protagonismo siempre presente, siendo ellas sostenedoras de movimientos culturales en torno a la música en diversas clases sociales y lugares geográficos del país, además de entablarse como destacadas instrumentistas.
El rol femenino en el ámbito del salón decimonónico de las élites intelectuales y las reuniones sociales en torno a la cultura y el arte, estaba estrechamente relacionado con sus capacidades musicales. Estas capacidades reflejaban el resultado de ser mujeres “bien educadas”, a lo que se sumaba la necesidad político-social de ser buenas anfitrionas en sus casas. Para ello era indispensable que ellas supieran “entretener” al público tocando para ellos al piano, guitarra, canto, arpa y algún que otro instrumento, por supuesto siempre en vigilancia de la presencia masculina. Así, era común encontrar reseñas en los diarios de la época que hablaban acerca de lo bien que habían actuado las jóvenes bien educadas en los bailes de la tarde anterior, como el siguiente comentario del diario El Progreso, del viernes 17 de febrero de 1843:
“Colejio de las señoras Pinedas”
Concluida la música principió el baile por una contradanza de doce parejas entre las mismas jóvenes, que ya por la uniformidad de sus vestidos, ya por las hermosas figuras que formaban, presentaba el aspecto más agradable (…). Podemos asegurar que cada una desempeñó su papel con el mayor gusto; que la concurrencia se retiró mui complacida al ver que tanto las señoras directoras como sus hábiles profesores han correspondido dignamente a las confianzas que les depositaron los padres de familia al encargarles la educación de sus hijas. Las felicitaciones pues, y creemos continuarán con el mismo desempeño de tan honroso cargo. Un concurrente (firma)”(El Progreso 1843: 2).
Bajo este modelo educacional, la composición se transformó también en una práctica bastante común en estos espacios sociales, igualmente para las mujeres. Esto sucedía en el ámbito amateur, ya que en el profesional, entre 1870 y 1920, las obras de mujeres compositoras que circulaban eran las que se circunscribían a géneros considerados como “de segunda”, como Lieder, o canción alemana, y música de salón en general, entendida como “música ligera”. Las obras mayores de mujeres, como óperas, conciertos, sinfonías, cantatas, etcétera, sufrían grandes impedimentos para su montaje y publicación. Por otro lado, las mujeres “bien educadas” debían moverse en la esfera privada, y con el consentimiento de la autoridad masculina cercana, ya sea el padre, el hermano o el esposo, y su exposición pública en conciertos era impensable para una clase burguesa en plena época de consolidación, donde esto era muy mal visto. La exposición de una mujer en público era un acto de exhibicionismo[4]. Sin embargo, después de 1920 hubo mujeres que estrenaron obras de gran envergadura, como fue el caso de Carmela Mackenna, que pudo estrenar su Concierto para piano en 1934, con el solista Armando Moraga, una vez radicada en Berlín por las funciones diplomáticas de su marido, Enrique Cuevas. Ella aprovechó el viaje y se perfeccionó como pianista y compositora en ese país. Y no fue la única.
En el ámbito de la interpretación de instrumentos en la música escrita, Chile tiene una larga historia de mujeres destacadas, algunas de ellas verdaderas transgresoras de época y que recorrieron el mundo como concertistas profesionales. Este fue el caso de la pianista Rosita Renard, quien desvió su destino como anfitriona del salón, superando una serie de obstáculos, para luchar por una carrera profesional de nivel mundial. La tradición pianística chilena destaca entre sus protagonistas un buen número de intérpretes femeninas de alto nivel, pasando por el legado de Elena Waiss y Edith Fischer, Flora Guerra, Elisa Alsina y Clara Luz Cárdenas, pianistas y profesoras como Herminia Raccagni, Margarita Herrera, Patricia Castro, Fernanda Ortega, la clavecinista Ruby Reid, Verónica Sierralta o la organista Carmen Rojas, entre muchas otras. Por otra parte, una larga lista de cantantes líricas, que va desde la mítica cantante mapuche Rayén Quitral (1916), hasta voces destacadas internacionalmente, como las de Verónica Villarroel y Cristina Gallardo-Domas, Pilar Díaz, Marcela Holzapfel, Myriam Singer, Carmen Luisa Letelier, Catalina Bertucci, Carolina Ullrich, Carolina García, entre muchas otras, establece líneas generacionales en torno al canto que han sido un aporte inmenso a la historia nacional. Las contrabajistas de orquesta también han jugado roles en el tiempo, como Jazmín Lemus, Alejandra Santa Cruz, Pamela González, entre otras, así como clarinetistas, flautistas, violinistas, etc. Suma y sigue. En la actualidad se puede apreciar un alto nivel en la interpretación de música escrita contemporánea por parte de instrumentistas jóvenes. Una vez más, se podría realizar una extensa investigación de mujeres intérpretes, y se tendría un grueso volumen para editar.
La presencia femenina en la institucionalidad musical también se ha mantenido vigente, cumpliendo varias de ellas roles de poder. Ejemplo de ello fue el ejercicio de Herminia Raccagni como la única mujer directora del Conservatorio de la Universidad de Chile entre 1954 y 1963; la nominación de Margarita Herrera como Presidenta del Consejo Chileno de la Música a fines de los años ochenta; la dirección de Juana Subercaseaux del Instituto de Música de Universidad Católica; María Pfennings, quien fue vicedecana de la Facultad de Artes en 1986. A pesar de ello, ellas no figuran con el mismo protagonismo que sus colegas varones. Por ejemplo, entre las integrantes activas de la Asociación Nacional de Compositores, que bien podría sumar ya la extensión “y Compositoras”, entre 1936 y la actualidad, la única figuración mayor la tiene la compositora Ida Vivado, y en ocasiones Leni Alexander, quien por lo demás tuvo una destacadísima carrera en diversos países, así como lo había sido María Luisa Sepúlveda en la generación anterior. De hecho, podría ser interesante plantear una hipótesis acerca de si las mujeres que más se recuerdan de la música escrita nacional han sido en algún momento avaladas académicamente por figuras masculinas.
Y es así como cabe preguntarse ciertas cosas: ¿por qué la música creada por las mujeres ha sido considerada en menor medida que la de los hombres, tanto para la investigación como para la generación de conciertos? ¿Es que las compositoras chilenas no tienen méritos suficientes como para merecer un sitial, por ejemplo, en los Premios Nacionales de Música, siendo representadas por las intérpretes Margot Loyola, una de las folcloristas más importantes de la música latinoamericana, la pianista Elvira Savi y la cantante Carmen Luisa Letelier en el año Bicentenario? Los alcances para este tipo de estadística sólo se pueden encontrar en la musicología feminista. Un hecho de la causa, como señala la destacada investigadora india Gayatri Chakravorty Spivak, es que las mujeres compositoras fueron durante mucho tiempo representadas por sus equivalentes profesionales masculinos (Chakravorty Spivak 1994: 66-112). Hoy en día, la situación ha variado bastante, si bien la presencia de mujeres en la composición es aún evidentemente menor que la de sus pares masculinos.
Si bien las carreras profesionales de las mujeres en la música chilena se han diversificado considerablemente en los últimos veinte años, a raíz de la multiplicación de los centros de estudio para la música y con la rápida democratización de la información, a lo largo de diversas investigaciones se ha podido observar cómo ha jugado en este campo la dificultad transversal que se aplica en un problema antiguo y actual, en sus diversos grados en distintos lugares del mundo: la asignación del cuidado del hogar y los hijos a la mujer, quien se ve muchas veces forzada a dejar sus tiempos y espacios de creación en función de los de sus familias o de la comunidad. El modelo social chileno, el cual sustenta su funcionamiento en la explotación de la figura femenina como criadora, proveedora y servidora de los hombres adultos, claramente no favorece los espacios familiares compatibles con el trabajo creativo individual, a diferencia del modelo asignado a la masculinidad, centrado principalmente en sus capacidades y tiempos individuales. Una vez superado este gran “filtro” profesional del tiempo para la creación, se presenta la dificultad de encontrar sitiales dentro de los sectores públicos. Y así, como minorías en diversos círculos musicales, se podrá observar cómo algunas mujeres han recurrido a espacios alternativos a éstos. La solidaridad de género ha jugado un papel protagónico en muchos casos, dándose diversos círculos sociales femeninos en torno a la música.
El rol que han jugado las mujeres en la música popular chilena, al igual que en la de tradición escrita y oral, va más allá de una moda o una noticia puntual. Sus carreras musicales dentro del medio reflejan una realidad compleja con diversos parámetros y puntos de análisis. Las mujeres han llevado la música más allá de la sonoridad y el discurso, dibujando con su propia actividad un camino de transgresión, empoderamiento y potenciación, observando el reflejo de una historia nacional escrita desde el dualismo poder/sometimiento, en su equivalente colono/indio y, por supuesto, hombre/mujer. En otras palabras, las mujeres músicas, consciente o inconscientemente, rompen con su trabajo un estado de pensamiento colonial que es transgredido, que se encuentra craquelado y en estado de franca retirada. La carrera profesional femenina y la postergación de los valores asociados a la maternidad, así como al cuidado de la familia y la religión, las buenas costumbres y los principios nacionalistas, han sido decisiones conscientes que han puesto en jaque una serie de pensamientos heredados de la cultura ilustrada europea y han contribuido a establecer una nueva mirada desde fuera del poder hegemónico.
Pero sin duda este problema tiene su origen mucho tiempo atrás. En el ámbito de la tradición oral, resulta interesante el contraste que se genera en torno a los usos de la música (Merriam 2001: 275-355) y las consecuencias para el género de ello. En la época colonial, la red de funcionamiento social y cultural que definió categóricamente los modos de vida y las relaciones entre mujeres y hombres del “bajo pueblo” estableció el deambular constante de los sujetos masculinos. Este continuo errar fue la consecuencia directa del orden económico y laboral impuesto a los “huachos-lachos”. Debido al trasladado hacia distintas zonas del país, según sea la necesidad de los patrones, los sujetos masculinos no contaron con la posibilidad de conservar un espacio privado propio, ni de entablar y mantener una dependencia afectiva. Esto dio origen, como señala Sonia Montecino, a la existencia de relaciones endebles entre hombres y mujeres, y a la configuración de una imagen colectiva que define al hombre como sujeto inestable y ausente (Montecino 1991: 50). De esta situación se desprende que los espacios privados, habitados periódicamente y abandonados por los lachos, quedaron bajo el gobierno y administración de las mujeres. Estas, para lograr la subsistencia de sus familias y de ellas mismas, focalizaron sus energías en la creación, dentro de sus espacios privados, de “lugares y ambientes” destinados a la concurrencia de los muchos hombres errantes, habitantes de los caminos de la Colonia. Esto condujo al establecimiento de un orden distinto, centrado y dirigido por la mujer.
La mujer de “bajo pueblo”, en tanto dueña de rancho y productora de tejidos, mistelas, chichas, frutas, hortalizas y “servicios varios” para huéspedes al paso (comida, alojamiento, entretenimiento, sexo), administraba micropoderes, tanto en el espacio privado de su sitio y rancho como, al mismo tiempo, en el espacio público formado por el ir y venir de sus clientes, vecinos y camaradas de clase (...) la mujer popular se convirtió en el eje central de una amplia red social, que incluía intercambios económicos, sociales, culturales y -también- delictuales (Salazar y Pinto 1999: 118). De esta manera, y en estos espacios populares, la mujer ocupó una posición dominante con respecto al hombre. Al situarse en los “ranchos femeninos”, el hombre debe adecuarse a las normas establecidas por la dueña del lugar y asumir la categoría de subordinado ante la “madre”. Este orden se ha mantenido en una gran parte de la población nacional, lo cual ha establecido la etiqueta inseparable de la mujer-madre, categoría que se puede ver aún fuertemente exaltada en los medios de comunicación y desde algunas políticas públicas.
Al igual que en el ámbito social, la mujer fue la protagonista en el ámbito cultural y musical del bajo pueblo. Las cantoras, mujeres campesinas que cantaban acompañadas por la guitarra, fueron las responsables de reproducir músicas, textos, símbolos e ideas propias de la cultura rural chilena, aportando con ello a la sobrevivencia de muchas tradiciones rurales antiquísimas hasta bien entrado el siglo XX. Al ser el oficio de la música predominantemente femenino en el ámbito rural, se encuentra también una serie de dúos y tríos de mujeres a partir del siglo XIX, quienes acompañadas por la guitarra y arpa se presentaban en los eventos sociales de los diversos pueblos y ciudades. Por otro lado, la estrategia de instalación, hacia la década de 1920, en el ámbito urbano, del imaginario del huaso y su música, halló una herramienta extremadamente efectiva que le permitiría conseguir sus objetivos de asentamiento: la industria musical. Es así como la cultura “huasa” se instala en la sociedad urbana chilena por medio de la acción conjunta entre la industria discográfica y los nacientes conjuntos de huasos surgidos desde el ámbito universitario y aristocrático. Entre sus máximos representantes se cuentan los conjuntos Los Cuatro Huasos (1927-1956) y Los Huasos Quincheros (1937). Bajo el mismo enfoque, dos mujeres fueron fundamentales en los años veinte: Rosa Cataldo, que desde 1922 cantaba tonadas y cuecas en teatros de Santiago, y Blanca Tejeda, que en 1927 hizo veinte grabaciones para el sello Víctor en Buenos Aires con tonadas, canciones y cuecas, tanto de su autoría como tradicionales, acompañadas por piano o por dúos de guitarra (González y Rolle 2005: 371). De comienzos de siglo se destacan también los nombres cantantes que incursionaron también en los géneros folclóricos, tales como Petronila Orellana (1885) y Esther Martínez (1903), así como otras cantantes como Camila Bari y Derlinda Araya, que grabaron hits radiales del folclore. Una destacada compositora en esta línea de la época fue Clara Solovera (1909), quien dejó una gran cantidad de canciones de inspiración folclórica que hoy forman parte del patrimonio musical nacional. Por supuesto los importantes aportes para el folclor chileno de la recopiladora y creadora Violeta Parra (1917-1967), así como de las intérpretes y recopiladoras Margot Loyola (1918) y Gabriela Pizarro (1932-1999) han sido fundamentales.
Sin duda, la mujer que ha sido determinante en el desarrollo de la música popular con raíces del folclore chileno ha sido Violeta Parra. Ella fue una de las artistas más fecundas en la historia de la cultura chilena. A través de su obra artística multidisciplinaria, que incluía música, poesía y plástica, la “chillaneja” logró instaurar un discurso original, tanto por su carácter autóctono como por su diferencia retórica. Desde esta plataforma estética, Violeta Parra estructuró un lenguaje capaz de reinstalar y de transformar entidades culturales que conforman el imaginario individual y colectivo. Tal como señalan Salazar y Pinto, “Violeta se ha convertido en lugar de encuentro de la tradición y la vanguardia expresiva de lo nuestro chileno” (Salazar y Pinto 1999: 35). Dicha estrategia retórica es, quizás, la principal responsable de la profunda y agitada cercanía existente entre la obra de esta creadora y su pueblo; cercanía que convierte a la artista y su obra en un fenómeno social y cultural. Gracias a la labor recopilatoria y creadora de Violeta Parra, las expresiones artísticas y auténticas del mundo campesino vuelven a situarse dentro de la escena cultural del país, y con ellas las costumbres, valores y creencias de los sujetos que las practican. Violeta integra una poética lúcida y reflexiva que abarca un abanico de temáticas que van desde el tratamiento del amor, las costumbres y creencias campesinas, la cultura indígena, la reflexión filosófica, la crítica social y política, hasta la historia nacional.
De este modo, no es de extrañar que por su gran legado, en conjunto con la fuerza transgresora con que se desvió del modelo femenino esperado para una joven de su época, Violeta sea la mujer más admirada por la totalidad, sin excepciones, de las rockeras chilenas de la actualidad entrevistadas para esta investigación. La revista Rolling Stone[5], en su ranking de los cincuenta mejores discos de la historia del rock chileno en 2008, incluye tres de Violeta Parra en los primeros lugares. Este dato nos habla acerca de la gran admiración que las músicas y músicos han tenido y tienen por esta mujer, quien pasó a ser considerada como referente cultural y político dentro de la juventud del siglo XXI.
La compleja integración que Violeta Parra realiza a partir de lo folclórico y de una poética reflexiva crea un espíritu musical urbano y femenino que incentivó a diversas exponentes de la Nueva Canción Chilena y posteriores a ella a proseguir con esta tendencia. Entre las más recientes se cuentan Magdalena Matthey y Francesca Ancarola, cantantes y compositoras, la guitarrista y compositora Elizabeth Morris, precedidas por Isabel y Tita Parra y su gran legado, Carmen Prieto, Sol Domínguez, Clarita Parra, Rosario Salas, Mariela y Cristina González, Charo Jofré, Tita Munita, Katty Fernández, Silvia Urbina, Capri, Isabel Aldunate y otras cantautoras e intérpretes que han encontrado en los géneros del folclore inspiración para expresar sus inquietudes musicales. Este espíritu será retomado también en los 2000, con una nueva pléyade de músicos del movimiento Neofolk, entre cuyas cantautoras han alcanzado renombre Camila Moreno, Fabiola González o La Chinganera, Pascuala Ilabaca, Rocío Peña, Evelyn Cornejo, Sabina Odone, Francisca Meza, el proyecto femenino Las Polleritas, entre muchas otras. Las generaciones jóvenes de mujeres han abierto en el presente siglo un gran abanico de creaciones y reinterpretaciones acerca del folclore chileno, con influencias de distintas culturas.
Poco a poco, en los 2000 también han surgido agrupaciones, generalmente masculinas, que se han propuesto rescatar la “cueca chora” de los sectores populares urbanos. Sin embargo, han sido las mujeres las que han realizado propuestas más novedosas con respecto a la utilización diversa de los géneros musicales folclóricos. Tal es el caso, por ejemplo, de Las Capitalinas: agrupación de jóvenes mujeres, entre diecinueve y veintisiete años, que, por medio de la ejecución del piano, batería, bajo eléctrico, guitarra y voz, integra elementos del jazz, blues, rock, ritmos latinoamericanos y cueca chilena. Sin duda, son muchos los nombres que quedan sin mencionar, pero no es la intención de este escrito ser un catastro exhaustivo, sino más bien abrir perspectivas.
Respecto de la música popular de medios, cabe realizar una mirada retrospectiva breve para ponerse en contexto. La escena musical popular chilena hacia comienzos de los años sesenta venía alimentada de una transformación anterior, marcada por la integración en la cultura nacional de géneros extranjeros, fenómeno que ha sido parte integral de la identidad musical chilena. Si bien desde los años veinte se había establecido una revaloración del folclore en las radios y locales nocturnos, lo cual iba acompañado de un rescate patrimonial a manos de algunos compositores en sus obras[6] y de artistas de estos géneros[7], la llegada de la música bailable a los salones de baile y las radios, y por tanto a las orquestas, se hizo inminente. Es así como se integran una serie de estilos de “baile moderno”[8], y se adoptan como moda nacional los boleros, el tango, guaracha, por un lado, y el charleston, el swing y otros géneros[9] que fueron perfilando la historia del jazz en Chile[10] hacia los años treinta. La llegada del sello discográfico Odeón, que pasó a ser EMI Odeón en 1931, del sello Víctor y Brunswick, que eran los tres sellos internacionales, además de otros ocho sellos nacionales[11], marcó un cambio radical en la forma de escuchar y difundir la música. Resulta interesante lo que señalan González y Rolle respecto del cambio social que significó para la época la llegada de esta tecnología y consolidación de la industria.
La recuperación de la industria discográfica (después de la crisis del 29) está vinculada a la consolidación de la industria cultural propia de la sociedad de masas del, cada vez más, importante sector de entretenimiento. Cine, radio y disco se impulsan recíprocamente, generando nuevas necesidades, nuevos modelos y nuevas promesas de bienestar y felicidad. Lo que en otras épocas podía parecer superfluo o accesorio, pasa a ser central y constitutivo de la sociedad moderna de masas (González y Rolle 2005: 198).
Hacia los años cincuenta, las orquestas de música popular asimilaron un jazz comercial bailable, hasta la llegada del rock and roll en los años sesenta. Al comienzo se intentó realizar una fusiónentre estos instrumentos y la música rocanrolera, pero finalmente eso fracasó, dando paso a la separación definitiva de los géneros. Esto iba de la mano con la consolidación del disco como formato accesible en nuestro país, y su relación estratégica, muy estrecha, con las radios. En todo el mundo era la usanza el pago por difusión. Y así, Víctor y Odeón, los dos sellos más productivos de la primera mitad del siglo XX en Chile, realizaron un gran número de grabaciones, contratando personal estable para la producción de música. Mucho de ese repertorio se perdió por mal manejo del material (González y Rolle 2005: 192). Cabe mencionar entre las primeras grabaciones del sello Víctor en Chile a La Chilenita y Las Hermanas Ubilla en los años treinta, todas mujeres.
Como se puede ver, a fines de los cincuenta ya había arribado la sociedad de consumo a Chile y la mirada internacional sobre la música de medios. En nuestro país, la modernización de posguerra y el cuestionamiento acerca de los roles de género permitió el voto femenino, conquistado en 1949 (Veneros 2000: 159).
Por otra parte, hacia los años cincuenta eran publicadas en Chile revistas de música de circulación general como Ecran (1930-1969), posteriormente Telecran (1969-1971), y otras como La Voz de RCA Víctor (1946-1958), la revista Onda (1950-1951) de Radio Minería, todas estas precedidas por revistas especializadas como Música en los años veinte, Aulos en los treinta y la Revista Musical Chilena desde 1945.
La escena musical para las mujeres en ese entonces se proyectaba como un escenario en el cual la cantante era acompañada de una orquesta o una banda, interpretando la más amplia gama de estilos y formas musicales populares, que iban desde boleros y tangos hasta milongas, todo ello acompañado de puestas en escenas centradas en las cualidades y el talento de las cantantes. Hubo varias mujeres que tuvieron carreras exitosas como cantantes en los años cincuenta, tales son los casos del dúo Sonia y Myriam, de música internacional, Ester Soré (1915), que cantaba folclore radial, y tantas otras posteriores como Palmenia Pizarro (1941), quien marcó nuevas tendencias en la interpretación del folclor latinoamericano con su marca estilística basada en el canto de la música española. Las cantantes actrices Rosita Serrano (1914) y Malú Gatica (1922), así como la más joven Alicia Quiroga, entre otras, también se destacaron como figuras importantes de la escena nacional de la mitad del siglo. Muchas mujeres tocaban guitarra y cantaban en estos años, como Carmen Cuevas, guitarrista profesional y profesora de ese instrumento. González y Rolle realizan una mención acerca del fenómeno de mujeres guitarristas de la época:
En efecto, la adolescente podía liberarse de la obligación de estudiar piano para lucir sus dotes en el salón, y ahora le bastaba juntarse con sus amigas para guitarrear en su habitación las canciones chilenas y latinoamericanas que marcaban el rumbo de la música popular de la época (González y Rolle 2005: 425).
Y así, la presencia femenina en el rock se vislumbra desde los despuntes de los años sesenta.
Las mujeres en el rock chileno han estado presentes desde los comienzos de este movimiento cultural e industrial en diferentes roles. Los inicios en los años sesenta estuvieron marcados por el movimiento de la Nueva Ola, del cual se pueden destacar las cantantes Cecilia La Incomparable, Nadia Milton, primera mujer en grabar un tema de Rock&Roll en un estudio (Salas 2003: 49), Fresia Soto, Luz Eliana, Gloria Aguirre, Rita Góngora, Maggie o Mayita Campos, radicada en México, María Teresa, Gloria Benavides, Isabel Adams, entre otras. También se destaca la cantante Paz Undurraga de la banda Bric&Brac. Se podría decir que las jovencitas de la Nueva Ola establecieron un nuevo perfil de mujer pública, manipulando algunas de ellas su imagen femenina como objeto sexual, marcando con ello nuevos territorios para las mujeres en la opinión y, por sobre todo, en los medios de comunicación.
Pero algunas mujeres desviaron sus caminos como cantantes mediáticas de pop para unirse a bandas masculinas de rock a fines de los sesenta. Fueron los casos de Denise, con la banda de rock sicodélica Aguaturbia, y Sol Domínguez, de En Busca del Tiempo Perdido y Sol y Medianoche. Las mujeres que participaron en bandas de rock entre los años sesenta y hasta comienzos de los ochenta, que son muy pocas, pudieron llevar sus carreras a cabo transgrediendo una serie de conceptos cristalizados respecto de los roles de género, así como del rol de los cantantes. La dictadura agravó de gran manera la situación de las mujeres a partir de 1973, con medidas que impusieron un modelo femenino extremadamente conservador, al estilo del ideal militar. De este modo, las rockeras fueron transgresoras absolutas respecto de este modelo, en medio de un ambiente de riesgo y del silencio de los toques de queda. Frente a las jóvenes forzadamente ilusionadas con los temas del matrimonio y los hijos, Denise y Sol, en sus respectivos espacios temporales, formaron sus familias pensando en sus proyectos musicales como una prioridad. Junto a sus esposos establecieron sistemas familiares basados en la música, que perduraron por décadas. Sus hijos crecieron con madres que representaban a un círculo muy pequeño de artistas del rock, con escasa presencia femenina; mujeres que se vestían de manera transgresora, que tenían una profesión poco convencional, que cantaban sobre ideas no permitidas y silenciadas para la sociedad de la época. Ellas fueron enjuiciadas por los círculos conservadores, por sus acciones y discursos, debiendo ejercer la música dentro de círculos muy protegidos. Así, las rockeras de los setenta comprometieron sus vidas a su ideal profesional, en una época en que era “todo o nada”.
La década de los setenta entregó diversos caminos profesionales posibles para las mujeres en la música popular, que se entablaban entre las pocas rockeras de bandas masculinas, como Denise y Sol Domínguez, las cantautoras del movimiento de la Nueva Canción Chilena, y las cantantes de otros géneros antiguos y baladistas, quienes continuaron con la historia de sus antecesoras de décadas anteriores. Pero cuando las cantantes y compositoras pudieron comenzar un punto de expansión para entablar un movimiento femenino de rock con raíces del folclore chileno y latinoamericano, tomando fuerza en la potencia del género y un protagonismo de la creatividad femenina, la dictadura cerró toda posibilidad para gran parte de la música nacional, sobre todo para el folclore. Así, el exilio y la dispersión geográfica, por un lado, y la necesidad de buscar nuevos trabajos relacionados con los espacios permitidos en ese momento para las mujeres, como la televisión, por otro, fueron factores importantes para postergar, una vez más, el rol de las mujeres como creadoras dentro del rock. Los conciertos casi clandestinos de la cantautora Joan Báez en 1981 debieron ser una fuente importante de energía para las cantautoras chilenas de la época, mientras el panorama se transformaba drásticamente en nuestro país. Así, en los ochenta se abre el espacio de la televisión como plataforma para trabajar como coristas y cantantes de géneros variados, lugares donde permanecen establemente Denise y Sol Domínguez, mientras paralelamente consolidan sus hogares y sus proyectos musicales, pero siempre con un perfil bajo.
Pero esta naturaleza musical transgresora de las pioneras se mantuvo viva en las multifacéticas rockeras de los años ochenta. Cecilia Aguayo de Los Prisioneros y Jardín Secreto, María José Levine de Upa y María Sonora, la entonces joven Javiera Parra, de las bandas Primeros Auxilios y Paraíso Perdido, colaboraron artísticamente, y con riesgos importantes muchas veces al cuestionar la dictadura, a sostener un movimiento cultural fundamental de la historia del rock chileno. En los años ochenta las mujeres participaban como tecladistas, bailarinas o coristas de bandas masculinas, figurando algunas de ellas en la escena Underground del Café Trolley, participando como performers de diferentes proyectos, ligados al teatro de Vicente Ruiz y otros. Algunas de ellas después continuaron proyectos independientes de gran desplante creativo y vanguardista. En esta década nace también Fulano, sexteto de rock fusión con un discurso contracultural característico hacia la política, de donde destaca una de las cantantes más trascendentes de la historia chilena, Arlette Jequier. También se destacan las hermanas Arbulú, de la banda Nadie, una de ellas cantante pionera de la banda La Ley, una de las bandas pop más importantes del rock chileno.
Las rockeras ochenteras realizaron aportes invaluables respecto del levantamiento de un movimiento musical y cultural en medio de períodos muy oscuros para el país. Con valentía y sin pensarlo demasiado, ellas fueron transgresoras en cada uno de los proyectos que emprendieron, exceptuando quizá las invitaciones como “gomero”, como señalaba Javiera Parra[12], a las bandas masculinas en las que participaron, impulsadas por los productores de los sellos discográficos con fines comerciales. Con diversidad de ideas artísticas y versatilidad performativa entre la actuación, la danza, el diseño, el vestuario, etcétera, las ochenteras consolidaron una figura femenina vanguardista y libre, que tomó las riendas sobre un proyecto de vida fuera de los cánones establecidos, así como sobre su propia sexualidad, aunque tuviera que ir en contra de lo que sus familias o la sociedad le exigieran. Ellas salieron a las calles a manifestarse contra la dictadura por medio de sus performances artísticas, y no callaron sus ideas a pesar del peligro. Igual que sus antecesoras, transgredieron el prototipo de la mujer que les estaba destinado, al igual que lo hacían sus compañeros de banda y sus amigos.
Las rockeras pioneras desde los sesenta y hasta los ochenta tuvieron que levantar sus carreras musicales por medio de acciones transgresoras, muchas veces con el soporte de algunas figuras masculinas que en esos momentos se encontraban en una situación similar, en épocas donde hacer este tipo de música fue algo socialmente cuestionado. En ese contexto, los juicios sociales que recayeron sobre algunas de ellas fueron generalmente más tajantes que los que se entabló sobre sus compañeros de banda[13].
La transición hacia la democracia en 1990 marcó un fuerte cambio para la actividad cultural chilena, dejando atrás diecisiete años de control, silenciamiento y conservadurismo. Los espacios de la ciudad volvieron a ser tomados por los jóvenes, quienes fueron adquiriendo protagonismo en la opinión y en la gestión. Y como elemento innovador, en este período las mujeres tuvieron la trascendental labor de empoderarse dentro del rock, figurando como creadoras destacadas, profesionales, y autónomas. En los noventa, las mujeres toman lugares importantes como cantautoras de rock en la música nacional, ya sea dentro del país o fuera, desarrollando proyectos que ellas mismas dirigieron. Muchas abandonaron a las figuras masculinas que dieron paso a sus inicios musicales -dado que este espacio estaba mayoritariamente ocupado por los hombres desde hacía bastante tiempo-, lo cual las llevó a entablar proyectos cuya gestión y prolongación quedó en manos de ellas mismas. En otras palabras, las mujeres en los noventa se empoderaron en el rock. Por su parte, cantantes como Gisa Vatky y Alba Salamina entablaron carreras internacionales desde estos años, como integrantes de bandas pertenecientes a una creciente industria discográfica y luego como coristas profesionales.
A partir de los años noventa la proliferación de mujeres en el rock se expandió rápidamente, surgiendo además las primeras bandas femeninas de rock como Venus, Besos con Lengua, Corrosivas, y nuevas cantantes de bandas masculinas como Nicole, Anita Tijoux, Denisse Malebrán, entre otras. Este proceso debió superar diversas etapas, con dificultades y muchos prejuicios formulados desde los círculos rockeros masculinos. Por otro lado en esta década Chile pasa a integrarse a la red comunicacional internacional, abriendo sus puertas tecnológicas y culturales a los medios internacionales, con lo cual ingresa la influencia de las rockeras anglosajonas, en su apogeo por esos años.
En los años noventa se destacan los proyectos de Colombina Parra (Los Barracos, Los Ex), Rose Marie Vargas y Sara Ugarte (Venus), Evelyn Fuentes (Christianes), Cathy Lean (Malcorazón), Alejandra Araya (Luna in Caelo), Carolina Sotomayor (ElsoTumbay), Ema Pinto (Ludwig Band, Matahari), el dúo de Hip Hop Corrosivas, la banda femenina Mamma Soul, Michelle Espinoza (Joe Vasconcellos, Concepto María Sonora), Moyenei Valdés, Natalie Santibáñez (Fiebre), Anita Tijoux (Makiza), Javiera Parra (Primeros Auxilios, Aceite Humano, Paraíso Perdido, Los Imposibles, Malabia), Denisse Malebrán (Turbomente, Polaroid, Saiko), Nicole y Sol Aravena (Sol Azul, Muza, Ludwig Band), en sus respectivos estilos musicales. Entre las instrumentistas de los noventa se destaca la baterista Juanita Parra (Los Jaivas) y las bajistas Chimenne Cubillo (La Dolcevita) y Caroline Chaspoul (Pánico), entre muchas otras que, como es bastante común en el circuito underground, no dejaron grabaciones discografiadas./p>
Hasta este momento es importante señalar que las temáticas referidas al género en el rock no tuvieron hasta entonces un gran protagonismo. Salvo los casos aislados de bandas desaparecidas como las raperas María José Levine con Golosina Caníbal y Corrosivas, las rockeras Venus y el soul femenino de Mamma Soul, se puede generalizar que las rockeras de los noventa y antes muestran una gran indiferencia por los temas del género en los textos, lo cual responde a una tendencia mundial en la música, como señalan Frith y McRobbie en su artículo. Esto se explica por la idea generalizada que se puede apreciar a partir de las entrevistas, en las cuales las músicas noventeras aseguran mayoritariamente que hombres y mujeres son iguales, que tienen las mismas capacidades y que no hay mucho más que decir a la hora de hacer música. Al mismo tiempo, es paradojal que muchas de ellas distingan un tipo de música “femenina” de una música “masculina”, con rasgos distinguibles y palpables[14].
Finalmente, en los 2000 se da un crecimiento explosivo de los proyectos musicales formados por mujeres, dado que la tecnología del Home Studio y la plataforma de difusión musical brindada por Internet, además de la gran revolución del almacenamiento de la información en formatos comprimidos, entregó muchas posibilidades para la creación y producción de música. La llegada de Internet a los hogares chilenos a fines de 1997 marca un cambio de siglo para Chile en 1998,que comienza con un paradigma totalmente nuevo. Por otro lado, un hecho fundamental para la caída definitiva de la industria discográfica en el mundo se dio en el año 2000, cuando las gigantes discográficas devuelven sus contratos a los artistas locales, quedando la mayor parte de ellos liberados de sus contratos. Esto tuvo consecuencias también para la industria chilena, que cayó en esta profunda crisis frente a la cual aún hoy se ha intentado hacer frente en sistemas mixtos de financiamiento. A esto se suma el fenómeno chileno de la multiplicación expansiva de las escuelas con carreras profesionales de música, que dieron un gran público egresado al medio nacional.
Y así, los 2000 marcan la consolidación definitiva de la convivencia paritaria entre los géneros dentro del rock, de manera pública, lo que se acompaña de un nuevo espíritu de potenciación del género en movimientos como Femfest, festival de bandas femeninas desde 2004, así como el medio de Internet dedicado exclusivamente a rock femenino, El No de Las Niñas, de Paula Barouh, entre una enorme lista de proyectos de diversos estilos musicales, que en este ensayo no podemos extender. Esta apertura inmensa de las mujeres como instrumentistas y protagonistas en el rock y el pop, lo que también sucedió en otros ámbitos de la sociedad, hace que proliferen bandas femeninas que retoman los temas del género, el lesbianismo, la segregación y el machismo, en una postura reivindicatoria, o bien, provocadora. Algunas rockeras toman el tema del género y lo potencian hacia su máxima expresión en sus textos y performances, mientras otras entienden que en el trabajo colectivo de las mujeres que se puede encontrar solución a los problemas del machismo y la violencia de género, vigentes en la sociedad actual, no sólo en Chile sino en el mundo.
Como consecuencia de haber profundizado en otros escritos acerca de las protagonistas de esta historia[15], se puede señalar que se ha podido observar una dinámica histórica dentro de las rockeras chilenas que comienza con mujeres que fueron transgresoras de espacios que estaban reservados para los hombres hasta los años ochenta, luego de lo cual las mujeres se empoderan de este espacio, a través de las rockeras de los noventa, para en los 2000 alcanzar un punto de potenciación, retomando el tema del género y la fuerza femenina en sus discursos y en su música.
Tomando el género como un tema de interés, indiferencia o experiencia para las mujeres entrevistadas de las distintas épocas que hemos descrito, se podría establecer una dinámica histórica, a grandes rasgos, con la siguiente progresión:
Transgresión (1960-1989) Empoderamiento (1990-1998) Potenciación (1998-2010) |
Es así como en los 2000 surge en diversos medios de publicidad y de opinión en Chile la categoría tanto comercial como cultural de la “rockera”. Pero, ¿qué significa ser “rockera”? Esta categoría, que se maneja en diversos medios de publicidad y de opinión en los 2000, ¿responde a una tardía aceptación de las mujeres como seres legítimos para actuar dentro del ámbito del rock, o perpetúa la utilización de la imagen de las mujeres como medios para logros comerciales por medio de sus cuerpos y de sus encantos antiguamente explotados? Esta es una pregunta que motiva el trabajo acerca de este tema de investigación, en medio de un ambiente que ha comenzado a hablar públicamente acerca de la inclusión de las mujeres en política, medios y ámbitos académicos. El aporte de las mujeres en el rock comienza a tomar la relevancia que realmente tiene, luego de un largo camino recorrido por todas estas artistas.
Un tema indispensable del género en la música, es aquel que hace referencia al cuerpo femenino. La “mujer observada”, que ha sido un tema abordado ampliamente por los estudios de género, explica en gran parte la correspondencia que se ha dado entre mujeres y éxito comercial en la industria. Liesbet van Zoonen lo ha trabajado desde tres perspectivas simbólicas, que ha llamado “hombres mirando mujeres”, “mujeres mirando mujeres” y finalmente “mujeres mirando hombres” (Van Zoonen 1994: 87), y que muestra un estado de cosas acerca del género en el cual la valoración visual y el voyerismo sobre cómo las mujeres se mueven, cómo se visten, cómo hablan, etc., tomó un gran protagonismo desde décadas anteriores. Actualmente podríamos decir que la faltante perspectiva “hombres mirando hombres” viene a tomar un especial protagonismo en los estudios sobre nuevas masculinidades (Veneros 2000: 153-162).
Como señala Ann Kaplan (1987), también citada por Diane Cornell en su excelente trabajo biográfico acerca de músicas chilenas, el “voyerismo”, descrito por ella como “la gratificación erótica de ver a alguien sin ser visto” (Cornell 2001: 271), explicaría en parte este tipo de tendencias hacia las mujeres. El voyerismo masculino ha dictado los parámetros bajo los cuales la música se ha transformado en producto vendible, lo cual es un fenómeno que venía sucediendo desde los despuntes de las estrellas femeninas de jazz, blues y canción, pasando por los estilos pre y post rock, sin profundizar en las antiquísimas muestras que encontramos en las divas de la ópera y otras músicas de hace cientos de años. Las mujeres han sabido jugar con estos elementos visuales y sexuales, desde los diversos momentos culturales y geográficos. Sin duda, el reflejo de esta búsqueda se reconstruye en la actualidad con la misma idea de que la mujer es un espectáculo para ser mirado, un sujeto de miradas.
Respecto de la presencia constante del cuerpo de las mujeres en torno al mercado musical, hay mucha literatura al respecto, y el aporte de la investigadora Sonia Montecino ha sido muy importante en nuestro país. La violencia con que el cuerpo de las mujeres ha sido utilizado como forma de control sobre ellas, a raíz del control masculino e institucional de la natalidad, es un asunto que ha tenido protagonismo como tema de discusión. Autoras como ella han aportado en fundamentar cómo las calificaciones acerca de lo “femenino” y lo “masculino” no son sostenibles sino acuñando el concepto del “género”, que diferencia las cualidades sociales de las mujeres de sus cualidades sexuales o naturales (Montecino 2004: 21). Hoy hay claridad respecto de que las relaciones de género, y todo lo que las rodea, no tienen que ver con una situación biológica de nuestro aparato reproductor, que tuvo una cantidad de justificaciones impresionantes en el pasado. Los modelos de lo “masculino” y lo “femenino” han sido un proceso de constante mediación y relación.
La diferenciación de géneros se encuentra en una larga lista de estudios acerca de la historia del pensamiento y la cultura a lo largo de la literatura referida a estos temas. Es así como desde los enciclopedistas ilustrados hasta Freud se estableció que el universo se regía por dos principios generales: la “Naturaleza”, por un lado, y la “Cultura”, por otro. Fue este mismo principio el que incentivó la conquista y colonización de América, donde los europeos decidieron que a quienes llamaron “naturales” debían ser “culturizados” por ellos. Como una inseminación, o más bien una violación. Con el mismo principio, y desde el mismo lugar de poder, en lo sucesivo a las mujeres se les entendió como ligadas a la “naturaleza” y al varón ligado a la “cultura”. Esto imposibilitaba a las primeras tener pensamientos abstractos y estructurales, y por lo tanto las imposibilitaba para tomar decisiones que estuvieran fuera del ámbito de lo práctico. Aquello que se llama “pensamiento abstracto“, si es que existe, está dentro del campo de acción masculino, mientras que la mujer está marcada por la naturaleza: la menstruación, la gestación y el parto. El hombre, al no tener estas cualidades, fue puesto del lado de la creación artificial, los signos y las herramientas. Esto, según Sherry Ortner, citada por Sonia Montecino, habría permitido que los segundos ejercieran la dominación sobre las primeras (Montecino 2004: 23).
La construcción paternalista en torno a los géneros ha sido deconstruida a partir de la crítica feminista y gay. Por su parte, la musicología gay y lesbiana también comprendió tempranamente que las categorías de género asociadas a la música tenían sus razones en el ámbito cultural y político, como estrategias de poder. Finalmente ha comenzado a darse en estudios sobre masculinidad. Sin duda, una musicología de la masculinidad explicaría muchos de los fenómenos musicales asociados a la creación artística hegemónica y subalterna.
El último punto que hemos querido plantear hace referencia a la posibilidad o imposibilidad de establecer rasgos de género en la música. La gran mayoría de las entrevistadas pusieron énfasis en que la música realizada por una mujer presentaba efectivamente rasgos de feminidad en sí, o al menos, que difería en sus características de la música realizada por un hombre[16]. Las descripciones que realizan tienen que ver en general igualmente con nociones referidas muchas veces a la corporalidad femenina: las curvas, el movimiento, la suavidad, así como la naturaleza cambiante, lo inesperado, son algunos de los rasgos característicos que asignan estas mujeres a la música femenina, en contraposición a la direccionalidad y previsibilidad que presentaría la música de los hombres. ¿Qué tan certeras son estas impresiones?
Pues bien, ya hemos visto que, en su dependencia de las categorías sociales respecto del género, la música responde a éstas, y la predominancia de las mujeres como Frontwomen podría ser la mejor demostración de ello. El hecho de poder asignar la categoría discográfica de música “femenina” a aquellas donde existe, por ejemplo, una cantante mujer, da cuenta de esta posibilidad discursiva de hacer la diferenciación entre los géneros en la música, llevada a cabo desde un error lingüístico fundamental. Este error, que permite entablar una categoría discográfica de música femenina respecto de las músicas que incluyen mujeres en roles protagónicos, justificaría -y justificó- la utilización del cuerpo femenino como centro de atracción respecto de la música. Y en el ámbito de la creación, sería la misma compositora quien tendría que potenciar el uso de su cuerpo para mostrar su música. Y como sabemos que esto no puede ser de este modo, salvo casos excepcionales de mujeres que se han propuesto ser dominatrices del mundo musical que las rodea, se puede pensar que, desde un punto de vista social, no existe una música “femenina” en el mero acto de la interpretación femenina, y que el hecho de categorizar la música respecto del género parece ser, finalmente, una falacia.
Fuera de esta categorización, puede resultar interesante indagar acerca de la música “femenina” en ámbitos menos evidentes, como son la composición y los instrumentos. ¿Existe realmente una creación musical “femenina”? ¿Es realmente distinguible la ejecución instrumental femenina de la masculina o de la gay? En la composición, ¿representa la música señales de género implícitamente, respecto del tempo (beat), armonía, uso de escalas, construcción de melodías, formas de contrapunto, estructuras, y cómo se puede fundamentar aquello? Las protagonistas de esta historia han dado un unánime “Sí”. Si se busca un análisis musical general en esta dirección, veremos, por ejemplo, que a grandes rasgos se podría establecer un característico abordaje melódico en los bajos femeninos los cuales, a diferencia de los bajos ejecutados por hombres, presentarían secuencias de notas con intervalos pequeños como segundas y terceras, lo que podría asignarle una búsqueda melódica. Por otro lado las baterías femeninas podrían ser distinguibles en el amplio uso que sus ejecutantes hacen de sus diversos timbres, también en una dirección lineal melódica, más que en la búsqueda de la fuerza del beat, y que caracteriza la música de un gran número de bandas femeninas. Sin embargo, es difícil esclarecer si estos rasgos son propios del estilo musical que cultivan o si provienen de la “feminidad”. Por otra parte, lo recién mencionado podría operar en el caso de las instrumentistas, si bien no de las cantantes y autoras, ya que ellas, en una fuerte mayoría, suelen contar en sus bandas con intérpretes masculinos, lo cual pone un nuevo desafío a esta investigación. Por su parte, los textos evidentemente presentan esta diferencia de género, proviniendo de hablantes mujeres y su experiencia como tales, pero ello tampoco parece ser suficiente para poder establecer una “música femenina”, como otros textos tampoco son suficientes para establecer una “música masculina”, más allá de la experiencia masculina del hablante.
Si bien la gran mayoría de las entrevistadas para mi investigación ponen énfasis en distinguir rasgos femeninos en la música que ellas mismas u otras mujeres crean e interpretan, yo no he podido encontrar todavía pruebas contundentes de ello en la música que he analizado de estas mujeres. Y al no poder descartar esta posibilidad de lleno, sigue siendo una pregunta abierta.
Como conclusión certera podemos afirmar que en su uso más extendido la asignación de roles musicales a las mujeres y a los hombres, como hemos visto, tiene una naturaleza intrínsecamente cultural. El rol de la cantante y de Frontwoman tiene su origen en la asignación de tareas respecto de la industria y la comercialización de la música, características también asociadas a las propiedades físicas del timbre vocal femenino. Lo mismo sucede con los hombres y los instrumentos, lo cual también tiene su origen en justificaciones biológicas mitológicas, por decirlo de alguna manera.
En este punto, resulta interesante indagar acerca de la consideración de la voz femenina como cuerpo, es decir, objeto de deseo y manipulación. Para el auditor de un concierto cualquiera se hace imposible no encarnar en los cuerpos de los intérpretes una significación, ya sea del músico o del instrumento; un salto hacia un tipo de signos con una semanticidad compleja y pluridimensional. En el universo que enmarca al intérprete esto se hace patente de inmediato. Como señala López Cano, al tocar y cantar el cuerpo es música, se transforma, la adquiere y la entrega. El cuerpo es englobado por la música hasta el punto de fusionar su materia natural, y el cantante “percibe su canto a través de sus propios huesos” (López Cano 2005: 3). La música, como una gran masa de información, va despertando las emociones e imágenes que se fijan en la mente y el aparato psicosensorial del receptor, quien a su vez trae consigo una serie de expectativas respecto de estas acciones. Las imágenes producidas como consecuencia de la música por el emisor, ya sea intencional o inconscientemente, provienen de su propia mente-cuerpo y experiencia. La música no opera en la realidad como una entidad abstracta intrínsecamente elaborada en el pensamiento, a no ser que nunca sea puesta en sonido, ya que opera según los rasgos fundamentales de la física. La física y las neurociencias pueden ser los caminos más directos para conectar la composición musical con el cuerpo.
Ramón Pelinski señala, al igual que otros investigadores, que la música es una realidad asemántica, representacional, es decir, que carece de significado en sí misma (Pelinski 2005: 35). Los discursos que se le asignan, nos dice, le confieren un significado externo que no tiene que ver necesariamente con la música misma. Esta idea tiene lógica desde el punto de vista formal. Sin embargo, cabe preguntarse qué tan lejos se puede llegar con esta premisa, entendiendo que los parámetros de la música obedecen a categorías profundas relacionadas con la cultura, ya sea en su generación o en su reproducción (copia), y entendiendo que no existe un discurso que no tenga un contenido, aunque este no sea necesariamente explícito o en códigos descifrables. Si la música es una forma de lenguaje, como han sostenido muchos eminentes musicólogos, ¿por qué vaciarla de discurso y contenido, de sus rasgos de procedencia, género y geografía, cuando este ha sido su mayor aporte en cuanto manifestación discursiva? Negarlo ha sido tal vez uno de los mayores fundamentos de la musicología tradicional, que estableció parámetros definidos universalmente para tratar la música, implantando con ello su máxima demostración de hegemonía y colonialismo. Y, por otro lado, ¿qué tan real es esta asemanticidad de la música, cuando su realización y su percepción son llevadas a cabo a partir de los cuerpos de los musicantes y auditores? Y dentro de un sistema que se vale de esta corporalidad musical para establecer estructuras de poder, ¿cómo pudo lograrlo si no es por esta correspondencia directa entre cuerpo y música, en todos los ámbitos y geografías, ya sea con una visión mercantil, artística o social, presente en la música de los pueblos?
De todos modos, es innegable que la música como práctica y en su uso por todo el mundo pertenece más al ámbito de lo corporal que de lo conceptual. El cuerpo es su fuente de emisión y recepción. Nace y se proyecta desde y hacia el cuerpo, y toda construcción mental realizada sobre ella se hace a partir de esa misma experiencia corporal biosomática. El traje negro del intérprete occidental nada puede esconder en realidad. Desde una perspectiva de género, la invisibilización del cuerpo como medio de conocimiento en Occidente tiene como denominador común con la invisibilidad de las mujeres en la creación musical el sostenimiento del poder en estructuras aparentemente inamovibles y económicamente estables.
En la música popular chilena el rock de mujeres ha incitado a desarticular las estructuras y jerarquías de poder presentes en nuestra música, estableciendo, más que con discursos, con una actitud, cómo dichos comportamientos y todas las verdades que quedan cristalizadas en ellos han sido construidas social e históricamente y por ello, en términos de Pilar Ramos, tienen un carácter intrínseco de transitoriedad (Ramos 2003: 34). El aporte de las rockeras de los noventa en ello es indiscutible, así como el camino que abrieron sus precursoras tanto en el rock como en otros géneros musicales. Hoy, las rockeras jóvenes han colaborado en la transformación tanto de las actividades como del mismo autorreconocimiento de las mujeres chilenas por medio de llevar al extremo la reautonomía del cuerpo femenino en la performance musical.
Las rockeras chilenas han ido paso a paso desmintiendo el prejuicio de que las chilenas son mujeres opacadas, asumidas y silenciosas, mostrando su gran versatilidad y perfeccionismo musical. Y si las nuevas instrumentistas jóvenes aún insisten en cantar de frente, es porque las mujeres tienen mucho que decir todavía.
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